Me despierta una
sensación de calor en la cara. Un rayo de sol ha conseguido eludir el bloqueo
de las cortinas y atraviesa la habitación desgarrando la oscuridad. Me levanto
y corro la pesada tela blanca, ahogando el rayo y devolviendo a la penumbra su reino
sobre la estancia. Oigo la respiración lenta y pesada de una figura escondida
bajo las sábanas al otro lado de la cama. Una sensación de incomodidad me
inunda. Algo dentro de mí cuya forma me cuesta adivinar hace que me moleste la
simple presencia de este hombre.
¿Qué es? Miro
dentro de mí.
Es como un
hierbajo que se esconde entre las grietas de la pared, débil e insignificante a
simple vista. No lo verías al pasar si no supieras que está ahí, mientras hunde
sus raíces en el cemento y se mete sinuosa entre las juntas del ladrillo. Poco
a poco se extenderá por todo el muro y, sin que la veas o sepas que está ahí,
lo roerá y vaciará hasta ser lo único que lo mantiene en pie. Llegará un
momento en que las mismas raíces que eran una amenaza para la pared se
convierten en aquello de lo que depende su misma integridad.
Eres tú.
Miro al hombre
dormido. En la oscuridad intuyo la forma de su cara, su nariz, sus labios. La
forma de su pecho baila rítmicamente y se recorta contra el vacío. Su pene
provoca un bulto en la sábana entre los montes de sus muslos. Sus pies se
mueven al ritmo de un espasmo.
Todo aquello que
mis manos y mis labios recorrieron con un hambre voraz la noche anterior ahora
me provoca una ligera náusea y me hace torcer el gesto. Cada uno de los
detalles de esa silueta me irrita y me provoca un desagradable cosquilleo en la
boca del estómago.
La misma piel que
me pareció suave y cálida ahora es áspera y fría. Los labios que anoche
buscaba, ahora me quemarían y levantarían ampollas.
Me siento en el
suelo, en la esquina más alejada de la cama. Mi mirada cae en él, pesada y
punzante, y me sorprende que su fuerza no sea suficiente para oprimirle las
costillas y hacerlo despertar.
Busco a tientas
en los cajones que tengo a mi izquierda, mis dedos apartan capas de ropa y
topan con el fondo de contrachapado. Los dejo andar sobre la lámina y pronto
encuentran el trozo de cartón recubierto de una suave película de plástico.
Saco un cigarro y lo enciendo con el pequeño mechero que encerado en el
paquete.
El humo araña mi
garganta y baja inundando mis pulmones. El olor dulzón y seco del tabaco aparta
el hedor a sudor y desodorante que él ha esparcido por la habitación. Hacía un
año que no fumaba.
Me parece sentir
el alquitrán ennegreciéndome por dentro. Me parece sentir las células muriendo.
Pronto me empieza
a doler el pecho, pero quiero que duela, me gusta que duela. El dolor es bueno.
El hombre da un
leve respingo y se pone de lado. Por un momento había olvidado que estaba ahí y
vuelvo a sentirme invadido.
Su pelo rubio y
corto parece gris y enfermizo en esta penumbra. Es como el moho que crece en el
pan olvidado que nadie ha querido comer y ahora se esconde en un rincón de la
alacena. Tu pelo era fuerte y oscuro, duro y suave al mismo tiempo. El suyo es
fino y claro, débil.
Quiero que tenga
tu pelo.
La sábana cae y
deja su torso al descubierto. Su piel pálida y delicada se ajusta entorno al
pectoral y el vello, fino y rubio, a penas visible, lo recubre como la piel de
un melocotón.
Recuerdo cómo mis
dedos recorrían el vello oscuro y fuerte de tu pecho, recuerdo cómo tu piel
morena brillaba con el sudor que mi cuerpo le arrancaba.
Quiero que tenga
tu piel.
Quiero que tenga
tu vello.
Se vuelve a girar
y su cuerpo mira hacia el lugar en el que estoy. El brazo le cae por el lado de
la cama y una mano grande y de dedos finos se agarra a algo que no está ahí,
algo que solo existe en sueños. Recuerdo tus manos de dedos gruesos agarrándose
a las mías.
Quiero que tenga
tus manos.
Dejo de oír su
respiración pesada y constante y noto unos ojos clavándose en mí. No los
distingo en la oscuridad, pero sé que son de un marrón como el de la corteza de
una encina. Tus ojos grises me miran desde un recuerdo lejano.
-¿Qué hora es?-
Su voz, tranquila
y aguda, me revuelve el estómago. Tu voz, grave y profunda, aún resuena en mi
cabeza. Su acento, leve y atlántico, me parece destrozar cada palabra. Tu
acento, incorregible y mediterráneo, daba vida a cada frase.
Quiero que tenga
tu voz.
Miro los números
fosforescentes del despertador, doy otra calada y suelto el humo entre
palabras:
-Las siete y
cuarto.-
Abraza el
silencio. Sé que está intentando leer mi expresión.
-Vuelves a pensar
en él.-
No lo dice
enfadado, ni siquiera parece molestarle.
-No pretendo
sustituirlo, no quiero ocupar su sitio.
Nadie podría
ocuparlo.
-No busco
reemplazarlo.-
Nadie puede.
-Me gustaría que
me vieras por mí mismo.
Pero solo puedo
verte a ti.
Se levanta y se
acerca. Se arrodilla y pone su cara frente a la mía. Me besa y, por un momento
dulce y aterrador siento tus labios. Tu mano, fría y terrosa, me acaricia la
mejilla. Tus ojos, vacíos y vidriosos, me devuelven la mirada entre una cortina
de tu pelo acartonado y quebradizo.
Suelto un grito y
te aparto.
Suelto un grito y
lo aparto.
Me mira. Me mira
fijamente.
-Dame eso - se
acerca y me coge el cigarro, da una calada y se sienta en la cama.
En un suspiro
suelta el humo y frunce el ceño, parece que quiera decir algo pero sus labios
no tengan fuerza para expresarlo. Por un instante me parece hermoso, con su
pelo claro y sus ojos marrones. Por un instante dejas de existir en mi cabeza y
soy capaz de ver al hombre que tengo frente a mí como algo completamente nuevo,
algo aislado, algo que ocupa un nuevo lugar en mi vida en lugar de ser algo que
rellena un espacio ya creado. Durante ese instante soy feliz. Pero es algo que
vuelves a arrebatarme, y ese instante termina.
- Te quiero – me
dice- te quiero muchísimo, pero también me quiero a mí mismo, y creo que ahora
son dos cosas incompatibles.-
Siento tu mano
apresándome el pecho. Tus dedos se arrastran desde un lugar oscuro en mi
interior y me quitan el aire.
- Empiezo a tener
miedo- baja la mirada.
-¿de qué?-
Gira la cabeza.
Su cuerpo se contrae levemente, sus brazos se cierran, sus piernas se elevan,
parece querer hacerse más pequeño.
- De ti- intenta
mirarme –me das miedo cuando me miras de esa forma. Es como si estuvieras muy
lejos, como si no me vieras a mí.-
Tiene razón.
- Tengo miedo de
que me hagas daño, no solo daño emocional.-
Tiene razón.
- Si no buscas
ayuda, no puedo seguir a tu lado.-
¿Cuánto más
quieres quitarme?
Sin darme cuenta
empiezo a llorar. Sin darme cuenta susurro.
-…no me dejes…-
Sin darme cuenta
me acerco a él y lo abrazo. Me aferro a su cuerpo, apoyo mi cabeza en su
hombro, respiro el olor a sudor y desodorante.
Sin darme cuenta
le quiero.
Ya hace un año
que te fuiste. Un año sin ti.
- Tienes que
aceptar que nunca volverá.
Nunca volverás.
Nunca.
El rayo de sol
que atraviesa la persiana se va moviendo a medida que pasan las horas.
Bajo mi cabeza, su
pecho sube y baja al ritmo del sueño. Entre su piel y mi piel se forma una fina
película de sudor. Fuera el mundo ruge. Oigo las obras en la calle, oigo a la
gente hablar en alto, oigo puertas cerrándose y ventanas abriéndose, oigo
pájaros aullando. Oigo vida.
La oscuridad
insiste en llenar la habitación alrededor del haz de luz.
Desde un rincón
me miras. Me miras con tus ojos vacíos, antaño grises. Me hablas con tu voz
rasgada y seca, antaño grave y dulce.
- Nunca volveré.-
Nunca volverás.