divendres, 5 d’agost del 2016



Me despierta una sensación de calor en la cara. Un rayo de sol ha conseguido eludir el bloqueo de las cortinas y atraviesa la habitación desgarrando la oscuridad. Me levanto y corro la pesada tela blanca, ahogando el rayo y devolviendo a la penumbra su reino sobre la estancia. Oigo la respiración lenta y pesada de una figura escondida bajo las sábanas al otro lado de la cama. Una sensación de incomodidad me inunda. Algo dentro de mí cuya forma me cuesta adivinar hace que me moleste la simple presencia de este hombre.

¿Qué es? Miro dentro de mí.

Es como un hierbajo que se esconde entre las grietas de la pared, débil e insignificante a simple vista. No lo verías al pasar si no supieras que está ahí, mientras hunde sus raíces en el cemento y se mete sinuosa entre las juntas del ladrillo. Poco a poco se extenderá por todo el muro y, sin que la veas o sepas que está ahí, lo roerá y vaciará hasta ser lo único que lo mantiene en pie. Llegará un momento en que las mismas raíces que eran una amenaza para la pared se convierten en aquello de lo que depende su misma integridad.

Eres tú.

Miro al hombre dormido. En la oscuridad intuyo la forma de su cara, su nariz, sus labios. La forma de su pecho baila rítmicamente y se recorta contra el vacío. Su pene provoca un bulto en la sábana entre los montes de sus muslos. Sus pies se mueven al ritmo de un espasmo.

Todo aquello que mis manos y mis labios recorrieron con un hambre voraz la noche anterior ahora me provoca una ligera náusea y me hace torcer el gesto. Cada uno de los detalles de esa silueta me irrita y me provoca un desagradable cosquilleo en la boca del estómago.

La misma piel que me pareció suave y cálida ahora es áspera y fría. Los labios que anoche buscaba, ahora me quemarían y levantarían ampollas.

Me siento en el suelo, en la esquina más alejada de la cama. Mi mirada cae en él, pesada y punzante, y me sorprende que su fuerza no sea suficiente para oprimirle las costillas y hacerlo despertar.

Busco a tientas en los cajones que tengo a mi izquierda, mis dedos apartan capas de ropa y topan con el fondo de contrachapado. Los dejo andar sobre la lámina y pronto encuentran el trozo de cartón recubierto de una suave película de plástico. Saco un cigarro y lo enciendo con el pequeño mechero que encerado en el paquete.

El humo araña mi garganta y baja inundando mis pulmones. El olor dulzón y seco del tabaco aparta el hedor a sudor y desodorante que él ha esparcido por la habitación. Hacía un año que no fumaba.

Me parece sentir el alquitrán ennegreciéndome por dentro. Me parece sentir las células muriendo.
Pronto me empieza a doler el pecho, pero quiero que duela, me gusta que duela. El dolor es bueno.
El hombre da un leve respingo y se pone de lado. Por un momento había olvidado que estaba ahí y vuelvo a sentirme invadido.

Su pelo rubio y corto parece gris y enfermizo en esta penumbra. Es como el moho que crece en el pan olvidado que nadie ha querido comer y ahora se esconde en un rincón de la alacena. Tu pelo era fuerte y oscuro, duro y suave al mismo tiempo. El suyo es fino y claro, débil.

Quiero que tenga tu pelo.

La sábana cae y deja su torso al descubierto. Su piel pálida y delicada se ajusta entorno al pectoral y el vello, fino y rubio, a penas visible, lo recubre como la piel de un melocotón.

Recuerdo cómo mis dedos recorrían el vello oscuro y fuerte de tu pecho, recuerdo cómo tu piel morena brillaba con el sudor que mi cuerpo le arrancaba.

Quiero que tenga tu piel.
Quiero que tenga tu vello.

Se vuelve a girar y su cuerpo mira hacia el lugar en el que estoy. El brazo le cae por el lado de la cama y una mano grande y de dedos finos se agarra a algo que no está ahí, algo que solo existe en sueños. Recuerdo tus manos de dedos gruesos agarrándose a las mías.

Quiero que tenga tus manos.

Dejo de oír su respiración pesada y constante y noto unos ojos clavándose en mí. No los distingo en la oscuridad, pero sé que son de un marrón como el de la corteza de una encina. Tus ojos grises me miran desde un recuerdo lejano.

-¿Qué hora es?-

Su voz, tranquila y aguda, me revuelve el estómago. Tu voz, grave y profunda, aún resuena en mi cabeza. Su acento, leve y atlántico, me parece destrozar cada palabra. Tu acento, incorregible y mediterráneo, daba vida a cada frase.

Quiero que tenga tu voz.

Miro los números fosforescentes del despertador, doy otra calada y suelto el humo entre palabras:

-Las siete y cuarto.-

Abraza el silencio. Sé que está intentando leer mi expresión.

-Vuelves a pensar en él.-

No lo dice enfadado, ni siquiera parece molestarle.

-No pretendo sustituirlo, no quiero ocupar su sitio.

Nadie podría ocuparlo.

-No busco reemplazarlo.-

Nadie puede.

-Me gustaría que me vieras por mí mismo.

Pero solo puedo verte a ti.

Se levanta y se acerca. Se arrodilla y pone su cara frente a la mía. Me besa y, por un momento dulce y aterrador siento tus labios. Tu mano, fría y terrosa, me acaricia la mejilla. Tus ojos, vacíos y vidriosos, me devuelven la mirada entre una cortina de tu pelo acartonado y quebradizo.

Suelto un grito y te aparto.
Suelto un grito y lo aparto.

Me mira. Me mira fijamente.

-Dame eso - se acerca y me coge el cigarro, da una calada y se sienta en la cama.

En un suspiro suelta el humo y frunce el ceño, parece que quiera decir algo pero sus labios no tengan fuerza para expresarlo. Por un instante me parece hermoso, con su pelo claro y sus ojos marrones. Por un instante dejas de existir en mi cabeza y soy capaz de ver al hombre que tengo frente a mí como algo completamente nuevo, algo aislado, algo que ocupa un nuevo lugar en mi vida en lugar de ser algo que rellena un espacio ya creado. Durante ese instante soy feliz. Pero es algo que vuelves a arrebatarme, y ese instante termina.

- Te quiero – me dice- te quiero muchísimo, pero también me quiero a mí mismo, y creo que ahora son dos cosas incompatibles.-

Siento tu mano apresándome el pecho. Tus dedos se arrastran desde un lugar oscuro en mi interior y me quitan el aire.

- Empiezo a tener miedo- baja la mirada.
-¿de qué?-

Gira la cabeza. Su cuerpo se contrae levemente, sus brazos se cierran, sus piernas se elevan, parece querer hacerse más pequeño.

- De ti- intenta mirarme –me das miedo cuando me miras de esa forma. Es como si estuvieras muy lejos, como si no me vieras a mí.-

Tiene razón.

- Tengo miedo de que me hagas daño, no solo daño emocional.-

Tiene razón.

- Si no buscas ayuda, no puedo seguir a tu lado.-

¿Cuánto más quieres quitarme?

Sin darme cuenta empiezo a llorar. Sin darme cuenta susurro.
-…no me dejes…-

Sin darme cuenta me acerco a él y lo abrazo. Me aferro a su cuerpo, apoyo mi cabeza en su hombro, respiro el olor a sudor y desodorante.

Sin darme cuenta le quiero.

Ya hace un año que te fuiste. Un año sin ti.

- Tienes que aceptar que nunca volverá.

Nunca volverás.

Nunca.

El rayo de sol que atraviesa la persiana se va moviendo a medida que pasan las horas.
Bajo mi cabeza, su pecho sube y baja al ritmo del sueño. Entre su piel y mi piel se forma una fina película de sudor. Fuera el mundo ruge. Oigo las obras en la calle, oigo a la gente hablar en alto, oigo puertas cerrándose y ventanas abriéndose, oigo pájaros aullando. Oigo vida.

La oscuridad insiste en llenar la habitación alrededor del haz de luz.

Desde un rincón me miras. Me miras con tus ojos vacíos, antaño grises. Me hablas con tu voz rasgada y seca, antaño grave y dulce.

- Nunca volveré.-


Nunca volverás.

dimecres, 22 d’octubre del 2014

Síntesis cíclica de la soledad.



Alguna vez me has pedido que te lo explique de forma más concreta. Es difícil. Podría decir que es como una fina película que recubre tu piel, e impide que sientas el tacto de los demás. Es como ruido blanco que te impide prestar atención a lo que oyes. Es como una televisión encendida cuando tienes que estudiar, en la que no emiten nada bueno, pero a la que, inexplicablemente no puedes parar de echar cortos vistazos.

No me siento solo porque quiera sentirme así. No ha sido una elección. Te puedo prometer que no lo ha sido ni por acción ni por omisión, pues he intentado dejar de sentir eso. Es algo que viene conmigo, forma parte de mí. No creas que estoy usando el “nací así” como excusa. Es más bien una sentencia, o la aceptación hace tiempo esperada de una situación que creía poder eludir.

Siempre me he sentido solo y siempre me sentiré solo. Con ‘siempre’ no me refiero a ‘en cada momento de mi vida’, sino más bien a una intermitencia continuada. Por supuesto, no me siento solo mientras duermo, y aún no he sentido la necesidad de tener a alguien conmigo mientras hago mis necesidades. No es un ‘siempre’ en todo su sentido, per retiene parte de él. Joder, si lo entiendes, bien, si no, no veo otra forma de explicártelo.

Hablando de entender, lo que más te suele costar es el cómo. Siempre acabas haciendo –tú y muchos otros- la misma pregunta: “¿Cómo puedes sentirte solo con tanta gente alrededor?”

Ya sé que es una pregunta con trampa. Quizá no seas consciente –quizá sí- pero esta pregunta la haces más por ti que por mí. La hacéis más preocupados por vosotros mismos que por la persona a la que preguntáis. Porque cuando alguien te cuenta que se siente solo, surge la inseguridad. Te preguntas si es por tu culpa. Mentalmente, repasas cada una de las cosas que has hecho por esa persona. Entonces viene la rabia. Te cabrea que esa persona no haya tenido en cuenta lo que haces por ella, que no te haya tenido en cuenta a TI al pensar que se siente sola. Es un pensamiento egoísta por tu parte, pero, irónicamente, este proceso de ideas te hará tachar de egoísta a la otra persona.

No hace falta que niegues haber sentido esto al escuchar mis inseguridades. Es un proceso natural.

Volviendo a la pregunta de “¿Cómo puedes sentirte solo con tanta gente alrededor?”, o, reformulada sinceramente: “¿Cómo puedo sentirme solo teniéndote a ti?”

Alguna vez me has pedido que te lo explique de forma más concreta. Es difícil. 


dijous, 9 d’octubre del 2014

Teoría del Reflejo


El lugar olía a incienso. Un olor dulzón, penetrante, casi floral. Cerré la puerta del ascensor y, casi de inmediato, volvió a subir con un ruido grave y reverberante.

Tenia ante mí metros y metros de pasillo. La única luz procedía de unos pequeños focos alineados sobre la pared izquierda, cada uno iluminando un espejo de distinto marco. Nunca me ha gustado verme reflejado, en parte por una autoestima malograda, en parte también por una aversión natural. Intenté centrarme en el suelo, de baldosa blanca, o mirar la otra pared, empapelada en negro con finas líneas grises.

Pero mi atención volvía a ellos, siniestros dobles que me sostenían la mirada. Así fue mi esfuerzo en no mirar lo que hizo que tardara tanto en darme cuenta.

Habiendo andado un rato, y temiendo que el pasillo no tuviera fin, miré a mi izquierda y vi algo que no alcancé a entender: una cicatriz cruzaba la mejilla de mi Reflejo. Instintivamente, me toqué la cara, pero no noté nada. Alarmado, retrocedí hasta el espejo anterior. Esta vez, no había cicatriz, sino un pequeño aro perforado en su labio.

Anduve, casi corrí, hacia delante de nuevo y el patrón se repetía: desde cada marco, una versión ligeramente distinta de mí mismo devolvía mis gestos. A medida que avanzaba, los cambios eran más notables. A veces un cambio se añadía al anterior, convirtiendo ese reflejo en alguien completamente distinto a mí. En su mayoría, ellos –a veces ellas- eran ‘Yos’ que podrían haber sido, pero también los había que fueron. Los había que serán. Pero los más perturbadores eran los que podrán ser, las caras de los caminos que aún podía y puedo tomar.


Tardé horas en alcanzar el final del pasillo, y, allí, otro ascensor esperaba. Entré, cerré la puerta y, casi de inmediato, subió con un ruido grave y reverberante.

dissabte, 28 de desembre del 2013

Compañía.

(Este relato, y este otro, ocurren en el mismo contexto. Misma historia, misma narradora)

Ya estaba más que cansada de todo eso. Fui a mi habitación y me eché en la cama. Hacía frío, como siempre, pero no quería taparme con la manta. Supongo que, de algún modo, mi cuerpo quería sentir lo que sentía mi mente. Una gelidez abismal. Un silencio que devoraba todo pensamiento que me pudiera abordar.

Tras unos minutos, oí la puerta entreabrirse. Era Dimas.

-¿Te importa que pase?
-Adelante.

Realmente, me importaba que pasase. No quería ver a nadie. Pero tampoco quería ser desagradable con él. Dimas no me había hecho nada. La verdad es que tampoco había tenido oportunidad.

Era extraño, pero en los dos meses que llevaba viviendo en la Casa, apenas le había visto. Ni siquiera sabía cuál era su habitación. No era una casa tan grande, pero tampoco había preguntado a nadie. Solamente sabía que salía temprano por la mañana, dejaba el desayuno hecho, volvía a irse, venía al mediodía sin que lo viera para hacer la comida, y se volvía a marchar hasta que anochecía. Cada tarde lo podía oír cerrando la pesada puerta de la verja.

Se acercó a mí y se sentó en el suelo. Debía estar helado.

-¿Qué te pasa?
-Nada.

Fue mi respuesta automática. No quería explicarme. ¡No debía explicarme!

-He oído cómo gritabas a Aura.
-¿Y?

No era asunto suyo. Era entre nosotras, no debía meterse. Nunca me ha gustado que alguien se meta cuando discuto con una persona.

-La tratas con demasiada dureza.
-No es cosa tuya.
-Conozco a Aura desde hace tiempo. Es mi amiga. Si veo que alguien la trata injustamente, lo mínimo que puedo hacer es defenderla.
-¿Y quién me defiende a mí?

Dimas suspiró. Me miró con esos ojos grandes y anormalmente expresivos. No parecía enfadado. Otro lo estaría si hubiera dicho esas cosas a su amiga. Parecía más bien… ¿triste? ¿Decepcionado? Sí, decepcionado.

-No hace falta que te defiendan cuando nadie te ha atacado.
-Deberías…-
-Déjame contarte algo.-

No me dejó acabar. Dios, cómo odiaba que me interrumpieran. Él siguió hablando:

-Hará medio año, mis padres me llamaron desde la capital. Les costó establecer comunicación, ya sabes cómo son estas cosas aquí, pero al fin pudieron contármelo. Mi abuelo había muerto. Había pasado meses en una cama, supongo que agonizando. Yo quería ir a verlo desde hacía tiempo, pero por una cosa u otra lo fui posponiendo. Hasta que al final no fue necesario.- dijo esto mirando hacia otro lado, avergonzado.-Cuando me lo contaron, tardé un poco en reaccionar. No podía creer que hubiera muerto. Me fui a la cama y me quedé allí durante horas, medio dormido. Hasta que algo se debió accionar en mi cabeza, y me puse a llorar. Me inundó la rabia, me sentí desesperado. Fui al jardín, cogí un hacha y empecé a golpear troncos, palos, el suelo, la verja… Incluso un poste de metal. Quería sentir mi cuerpo vibrar con los golpes. Quería que me ardieran las manos, que me dolieran. Cuando me calmé, fui a buscar mi pistola de balines,- me miró- los que disparan esas bolitas de plástico, ¿Sabes cuáles digo?-

Asentí.

-Cogí la pistola, me senté en la mesa del patio y empecé a hacer puntería disparando a las hojas. Imaginé que cada hoja era un recuerdo de mi abuelo. Un recuerdo de los últimos tiempos, cuándo casi no podía valerse por sí mismo. Disparé a esos recuerdos. Después de un rato, Aura se sentó a mi lado y me dijo: “¿Estás bien?”-

Una vez más, me enervó la parquedad de esa chica. No era mi recuerdo, pero igualmente me enfadaba:

-Qué tontería ¿Cómo creía que estabas?-

Me miró con una sonrisa.

-Eso le dije yo: “¿Cómo crees que estoy?”. Solamente me miró y se quedó callada. Estuvo sentada conmigo casi una hora, y no cruzamos ni una palabra.

Parecía haber acabado su historia. No entendía nada.

-¿Esta es tu forma de defender a Aura?
- ¿No lo has entendido? “Estuvo sentada conmigo casi una hora”- citó sus propias palabras.
-Sigo sin comprender.-

Cerró los ojos, volvió a suspirar, y negó con la cabeza.


- Aura no es el tipo de personas que habla por hablar. De hecho, ni siquiera habla cuando tiene que hablar. Para Aura, son importantes los gestos. No me dio palabras de apoyo, no me dio abrazos y besos. Pero me dio su compañía. Todo lo que era capaz de darme en ese momento. Y lo aprecio mil veces más que si se forzara a decir una palabra amable.

Posesión



Al abrir la puerta del balcón, lo vi sentado en un rincón, mirando al vacío con los ojos muy abiertos. Tenía una sonrisa en los labios. En ese momento, pensé que ese gesto solo podía ser el de un loco. O el de un sabio.

-¿Qué haces?- le pregunté.

Me miró como si mi existencia lo sorprendiera. Seguía teniendo ese brillo en los ojos.

- Pensaba en el tiempo. El tiempo es maravilloso. La gran maravilla del hombre.

Lo dijo como si debiera tener sentido para mi. En un intento por acercarme a él, me senté a su lado. Desde ahí esperaba verlo más cercano, más humano quizá. No lo conseguí, había alguna cosa en su expresión que me perturbaba.

-¿Qué quieres decir?- pregunté, casi dudando si quería una respuesta.

Entonces abrió los brazos, y, en un gesto teatral que casi me saca un ojo, giró las manos con fluidez.

El tiempo!- dijo casi gritando.- Es un gran concepto. Piensa en ello: ¿Hay acaso otro concepto parecido al tiempo en nuestro conocimiento? Algo intangible, que nuestros sentidos apenas pueden apreciar. Una idea artificial, creada por el hombre, que a la vez la naturaleza respalda con su imponente avance. ¡El tiempo!- gritó de nuevo, cerrando los brazos y mirándome.- ¿Se te ocurre algo parecido? ¿Algo que sintamos igual?

Aparté mis ojos de él. Ahora era también su discurso el que me perturbaba. Pensé algo que responderle:

- ¿El espacio? Parece un concepto parecido.

Enarcó una ceja, como si hubiera dicho la mayor estupidez.

-El espacio… ¡Ni remotamente! El espacio puedes sentirlo. El espacio puedes verlo. El espacio… ¡El espacio puedes comprarlo! Eso es lo más importante, el espacio, o parte de él, puedes poseerlo. En cambio, el tiempo, no puedes poseerlo. ¡Piensa! De todo lo que crea el ser humano, todo lo que idea, ¿Cuántas cosas no puede poseer?- dejó de mirarme y volvió la mirada al vacío, para mi propio alivio.- El amor, podría ser un buen competidor. El amor no se puede comprar.-

Intentando, quizá acabar con ello, le di la razón.

-Ahí lo tienes, el amor es un concepto parecido al tiempo.

Resopló, negando con la cabeza. ¿Por qué no me iba? ¿Por qué seguía sentado ahí? Ese habría sido un buen tema sobre el que disertar.

-El amor -prosiguió – no se puede comprar, cierto. Pero se puede poseer. Uno posee amor. Además, es algo finito e individual. Hay gente con amor, y gente sin ella. El concepto del amor empalidece al lado de el del tiempo. El tiempo es algo concebido como casi infinito. Algo que afecta a todo ser, viviente o no. Uno no posee el tiempo. En todo caso, es el tiempo el que posee a uno. Piensa,- repitió- ¿Hay algo tan grande como el tiempo, que nos posee en lugar de poseerlo nosotros, y que tiene presencia en todo?-

Contesté de forma automática lo único que se me ocurría, la verdad es que apenas entendía lo que me preguntaba.

-Bueno, está Dios.

De nuevo, posó sus ojos en mí. Esta vez lucía una sonrisa más afable, tranquilizadora.

-Ciertamente, Dios es un concepto parecido. Omnisciente, todopoderoso, no se puede poseer… Pero la diferencia radica en su existencia. La base de su ser. Dios, es un concepto también creado por el hombre al observar su entorno, en lo que coincide con el tiempo. Pero Dios… - hizo una pausa y dejó de sonreír, volvía a mirar al vacío- es un concepto infinitamente más relativo que el tiempo. Para un creyente, Dios existe, junto a sus cualidades. Para un no creyente, no existe, perdiendo sus cualidades divinas. En cambio, el tiempo… Es un concepto, si cabe, más universal. Es el Dios primigenio.

Paró un largo rato. Durante ese tiempo pude verlo.  O creí verlo. Vi el Tiempo en él, con su vacío y su poder.

De repente me miró con el gesto ausente y dijo, casi en un susurro:

-Encuentra a alguien que no crea en Dios, y tendrás ante ti una persona corriente. Pero si encuentras a alguien que no crea en la existencia del tiempo, entonces…- paró y se volvió de nuevo, mirando a la lejanía- entonces tendrás ante ti a una persona tan grande como el concepto en que dice no creer.

Después de aquello no habló, se limitó a cerrar los ojos y pensar, encerrado en su pequeño mundo, marginándome en la realidad.

Pasaron días hasta que mi mente volvió a aquel instante. 

Pensé en sus ojos vacíos, en la rapidez de sus palabras y en la artificialidad de su gesto. Y después en su comparación del tiempo con Dios.

Cuando era más joven, había oído en clase de religión que había gente que era poseída por demonios. Esa gente hablaba con otras voces, y poseían la sabiduría y la perversidad del mismo Satán.

También los había que eran poseídos por ángeles o vírgenes santas. Algunos, incluso, eran poseídos por el mismo Dios, y este, a través de sus bocas humanas y terrenales, daba sus órdenes y designios a algunos elegidos.

Una idea descabellada pasó por mi cabeza.

¿Y si el Tiempo lo había poseído? 

¿Y si, ese gran concepto, común en la humanidad desde sus principios, había tomado una forma humana?

¿Y si, cansado de ser una idea, medido con relojes e incontables fórmulas matemáticas, hubiera decidido poseer, realmente, al ser humano?

Imaginé al Tiempo y lo que vería. Gente robando su tesoro, malgastándolo. Personas dedicando sus días, sus horas, sus minutos y segundos a temas triviales y sin sentido.

Imaginé al Tiempo, y lo vi enloquecer. 
Engullido por la locura de ser humano. 

Obokuri Eeumi

(Antes de ser demasiado crític@, piensa que esto fue escrito hace ya unos años. Uno no nace sabiendo escribir, va mejorando por el camino)

-¡Heresie! ¡Here!
Me sobresalté al oír la voz lejana de Syn. En un instante la sorpresa se transformó en miedo y temí la reacción de los dos individuos presentes.

-¡Marchaos!- les grité intentando salvar la situación
-¡Mierda! ¡Nos has engañado, niñato de mierda!- se abalanzaron sobre mí y el gordo me cogió del pelo para golpear mi cabeza con fuerza contra el suelo fangoso

Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro… Un chillido desgarrador rasgó el silencio de la colina.

E    El hombre del yukata azul yacía en el suelo boqueando penosamente como un pez fuera del agua. De su cuello abierto emanaba un riachuelo de sangre.

El que me golpeaba me soltó y desenvainó su espada.

-          -¿Tú eres el Indigno, verdad?- rió con escarnio –Siempre has sido un sucio bastardo.-
Dicho esto se abalanzó sobre Syn.

En menos de un segundo. Solamente en menos de un segundo, la cabeza de ese hombre rodó por los suelos.
-          -Explícame qué estaba pasando.-
-          -Syn, yo…-
-         - ¡Que me lo expliques te digo!-






Y al acabar se fue. No hubo despedidas, no hubo abrazos, ninguna palabra que indicase que volveríamos a vernos. Se marchó sin más, dejándome atrás, como si, de forma simbólica, intentara decir  que todo había acabado, que aquellos dos años quedaban perdidos en el recuerdo.

El sol se apagaba mientras cruzaba la fina línea del horizonte, y yo los veía alejarse, a ambos. Al sol rojizo que iba trayendo el manto estelado de la noche, y al que había sido mi sol durante largo tiempo. Solo quedábamos el viento, los cadáveres sangrantes, el reflejo del atardecer sobre los pequeños charcos, yo de rodillas sobre el fango, y los cuervos impasibles sobre los árboles secos y deshojados. Y sin equivocarme, puedo decir que lo único que restaba con vida en aquella inquietante colina, eran esas aves, que con luto en sus plumajes, esperaban con quietud mi partida, respetando estoicos mi dolor. Pero yo no me movería de allí, nada quedaba en mi vida que tuviera sentido. Ahora estaba definitivamente perdido. Siempre había vivido sin un presente y un futuro seguros, pero ahora, con su último gesto, había rasgado mi pasado igual que había desgarrado mi brazo sin querer al clavar su vieja katana en la frente de aquella pobre infeliz.

No tenía intención de seguir viviendo. No cumpliría mi condena de soledad eterna, como tampoco él había cumplido su promesa de quedarse conmigo. Deshice el vendaje improvisado que él me había hecho con su camisa, y dejé que la sangre fluyera y recorriera mi brazo hasta caer y mezclarse con el barro.

Cogí la ropa ensangrentada y la froté contra el resto de mi cuerpo. Los cuervos, inquietos, se revolvieron en sus ramas, quizá empezando a entender mi muda súplica. Me dejé caer boca arriba sobre el fango y abracé su camisa una vez más, oliendo el cuello, la única parte que mi sangre no había corrompido. Y cerré mis ojos dictando sentencia. Al hacerlo, oí miles de alas revoloteando encima de mí.

Sentí las cien garras afiladas del cruel sino desgarrar sin compasión mis ropajes y mi piel. Los picos de la muerte comían con desesperación mi carne, mientras yo dejaba de sentir el dolor profundo de mi alma.
Miré por última vez el cielo estrellado, al tiempo que la brisa nocturna me traía los ecos de aquella bella pero triste canción japonesa que hacía tiempo él me había hecho escuchar… Por primera vez en ese extraño ritual mortuorio lloré.

No era de dolor, sino de tristeza. Un sentimiento reconfortante que te hace sentir que aún estás vivo. Me habría echado atrás en ese momento, al comprender, quizá demasiado tarde, que la vida podía seguir y depararme mejores momentos, e incluso la ansiada felicidad.

Pero no podía, ya no había retorno posible. Dejé que los cuervos devoraran mi cuerpo y mi alma, mientras yo, con una vaga sonrisa desaparecía lentamente para volar por el cielo estrellado, y aunque fuera dentro de aquellas aves, sería al fin libre. Libre de mi propio ser.

Quizá alguna vez, en otra vida, volvería a escuchar esa canción con él. En otras circunstancias más felices. Mientras, siempre la tendré en mi mente y mi corazón, estén donde estén…

Y repetiré quedamente, con tristeza y dolor… Obokuri Eeumi…

Como un zumbido incesante.

(Este relato, y este otro, ocurren en el mismo contexto. Misma historia, misma narradora)

A penas podía verlos a través de la estrecha rendija, pero se podía entender perfectamente lo que decían, a pesar del ruido de los generadores que taladraba con un zumbido incesante cada palabra que pronunciaban.
Gin estaba sentada en el suelo de hormigón, abrazada a sus rodillas. Mantenía el pelo en la cara, pero sé que miraba hacia nosotros. No creo que le importara que Sarah y yo supiéramos lo que pasaba. No creo que, en ese momento, le importara nada en absoluto.

Alan permanecía de pie en un rincón, apoyado en uno de esos generadores brillantes y cobrizos, y la miraba como… Como solía mirarte Alan. En esos momentos, sus ojos no me parecieron muy distintos de la máquina en que se apoyaba. Marrones, acerados y condenadamente fríos. Nada más que una superficie en que reflejarse la luz.

Cogimos la conversación a medias, pero era fácil entender lo que ocurría.

-…que te importe. ¡Llevo seis meses fuera! ¡Hace medio año que no nos vemos!¿Y tú reaccionas así?- Gin soltaba las palabras arrastrándolas, su forma de hablar me recordaba al sirope de chocolate: dulce, pero empalagosa. Algo que no querrías tomar todo el tiempo.
Alan no reaccionaba.
-¡Te he dicho que llevamos seis meses sin vernos!- ese grito resonó por todo el cuarto.
- Te he entendido.
- ¿Acaso no te alegras de volver a verme?
- Me gusta tenerte aquí.

La habilidad de Alan para hablar solamente con las palabras justas, no se mostraba muy útil cuando discutía.

- ¿”Me gusta tenerte aquí” es lo único que eres capaz de decirme?
- Supongo.
Alan bajó la vista al suelo. Parecía ausente. Más ausente que nunca. Era como si él formara parte del entorno, de las paredes y suelos de hormigón, de las calderas y generadores. En lugar de ser el protagonista de la escena.
-¡Seis meses!- Gin insistió con un llanto.-¡Seis putos meses lejos de ti!

Alan la miró fijamente, creo que cansado de que Gin se repitiera.
-Para mí han sido como seis días.

Por un momento el llanto cesó y los dos se sostuvieron la mirada.

Fue en ese momento. Tardé demasiado, pero lo entendí.

 Entendí que Alan había dejado de ser Alan hacía ya tiempo. El frío, la niebla, la lluvia, la nieve, la humedad… La Espina no había cambiado solamente el clima que la rodeaba. Lentamente había conseguido cambiar también aquellos que se mantenían cerca de ella. Muy poco a poco, se había ido clavando, sin que se dieran cuenta, y les había hecho sentir el peor dolor posible para un humano.

No sentir nada.

Eso también me hizo comprender que La Espina no se llamaba así por la forma que tenía, si no por el efecto que provocaba.

Por desgracia Gin también se dio cuenta de todo aquello.

Se había dado cuenta de que había perdido a Alan.

Se había dado cuenta de que había malgastado el tiempo volviendo a la casa.
Y por último, se dio cuenta de que aquellos últimos seis meses habían sido, por desgracia, los más felices en mucho tiempo.

Esa noche, Gin se durmió llorando en el sofá. La podía oír desde el piso de arriba.

A la mañana siguiente, no estaban ni ella, ni sus cosas. Nunca la volvimos a ver.
Nunca volvimos a hablar de ella.